PARA LA NACION JUEVES 09 DE JUNIO DE 2016
Los debates surgidos a partir de la intervención de
Adrián Paenza -que expresó su disconformidad con las políticas del Gobierno y
calificó como una "traición" la permanencia de Lino Barañao al frente
del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación- tienen muchas falacias,
pero son una excelente oportunidad para discutir seriamente sobre la ciencia en
la Argentina.
En los últimos doce años hubo avances en las políticas
de ciencia y tecnología, pero estamos muy lejos de la "época dorada"
que algunos imaginan.
Repasemos algunos aspectos positivos: en 2007 se creó
el Ministerio de Ciencia y Tecnología, se aumentaron los ingresos a la carrera
de investigador científico del Conicet y la cantidad de becas; se crearon
proyectos de desarrollo tecnológico y social (PDTS), y se destinaron esfuerzos
de relativa importancia para la construcción edilicia y de ciertas
infraestructuras, entre otras cosas. También se dio un apoyo explícito a Invap
y un par de emprendimientos más, y se crearon algunos fondos para estimular la
producción tecnológica.
Podría decirse que la política científica se resume en
dos aspectos centrales.
Por un lado, estimular la producción de conocimientos
científicos de la más alta calidad. Por el otro, orientar esos conocimientos, y
generar los mecanismos para su uso social o económico.
En ambos aspectos, la Argentina tiene resultados
mediocres, peores que otros países de la región, lo que es resultado de las
políticas implementadas. Que en períodos y gestiones anteriores los resultados
fueran mucho peores no exime, por supuesto, del análisis presente. Y mucho
menos alienta a exaltarlo como modelo.
Es común medir la calidad de los productos científicos
según la cantidad de artículos publicados en revistas internacionales (aunque
existen debates, por ejemplo, ya que no vale igual para las ciencias sociales o
las tecnológicas). Según los propios datos del Mincyt, la producción de
artículos de la Argentina creció un 17% entre 2009 y 2013 (plena "época
dorada"). Parece bastante. Pero en el mismo período en Brasil aumentaron
un 35%, en Chile un 56%, en México un 75% y en Colombia un 78%. La comparación
con México es particularmente interesante: hace una década tenía una producción
científica similar, y hoy casi duplica la de nuestro país. De los países de
América latina el único que tiene un crecimiento menor que la Argentina es
Venezuela: la cantidad de artículos bajó el 9%. Nada que agregar.
Es importante explicar la expresión "no se pagan
los subsidios desde hace dos o tres años": para hacer investigación
científica es indispensable contar con aparatos específicos -a veces
sofisticados- y que funcionen. Además, es necesario comprar periódicamente
reactivos ("frasquitos"), sin los cuales simplemente no se puede
trabajar, como un respostero si no puede reparar o cambiar el horno, o comprar
harina, huevos o chocolate. Si durante dos años no se paga, las actividades no se
pueden planificar, o se atrasan, o se hacen "atadas con alambre". O
no se hacen.
Además, el monto de los subsidios ha sido muy bajo: un
promedio de 10.000 o 15.000 dólares por año por proyecto (datos promedio del
Foncyt, principal financiador). Con alta inflación, al cabo de tres años se
pierde la mitad de su valor. Además, a esos montos sólo acceden grupos muy
buenos, ya que el Foncyt tiene una evaluación muy exigente y un número limitado
de proyectos, y sólo las más altas calificaciones acceden a los fondos. Hay
unos muy poquitos grupos que pueden tener fondos más importantes, pero la
mayoría cuenta con muchos menos recursos (en las universidades es mucho menor:
la UBA otorga un máximo de algo más de US$ 1000 por año para todo el grupo).
Con ese dinero es difícil hacer ciencia de excelencia:
el viaje de dos investigadores a un congreso internacional implica gastar la
mitad del dinero. Y ni hablar de andar comprando reactivos o materiales que se
necesitan.
Sigamos con los salarios, tema que parece tabú (como
si los científicos se alimentaran de la episteme): desde hace años los
investigadores argentinos son los que peores salarios reciben, entre los países
más relevantes de América latina: un investigador independiente del Conicet
(unos 15 años de antigüedad, normalmente con doctorado y posdoctorado) gana de
bolsillo entre 1500 y 1800 dólares por mes. Eso es entre la mitad y un tercio
de lo que ganan en Brasil, Chile, Colombia o Uruguay. Aunque la vocación no se
mide sólo en dinero, estimular vocaciones científicas con esos salarios se hace
cuesta arriba.
Hablemos del otro objetivo: la transferencia de
conocimientos. Más allá del apoyo a Invap y otras iniciativas valiosas (como la
asociación entre YPF y el Conicet), globalmente el conocimiento que se produce
en nuestro país tiene escasísimas aplicaciones y usos productivos. Hace años
llamé a ese fenómeno CANA (Conocimiento Aplicable No Aplicado). Sin querer
abrumar con cifras (necesarias para discutir seriamente), la cantidad de
patentes otorgadas (un indicador indirecto pero indicador al fin) muestra que
la Argentina no aumentó, e incluso disminuyó, según los años que se consideren
(datos de Ricyt): Colombia registra para 2013 el doble de patentes que nuestro
país, Brasil el triple y México cinco veces más.
El gasto de las empresas en CyT, que en los países
desarrollados es más de la mitad del gasto total, ha sido un problema
tradicional en América latina. Sin embargo, en nuestro país es peor: menos de
25% del total; en Chile y Colombia es un tercio, mientras que en Brasil ya se
acerca a la mitad. Al igual que en los salarios, no nos comparamos con
Alemania, sino con nuestros vecinos.
Otro punto oscuro: nuestro país prácticamente no
otorga becas para el exterior, de doctorado y posdoctorado, desde la crisis de 2001
(sólo unas pocas decenas por año). En un mundo globalizado, las elites
científicas suelen circular; pero como nuestro país no lo financia, los jóvenes
buscan las oportunidades para ir al extranjero según el financiamiento de
quienes los reciben, para trabajar en los temas que les interesan... a quienes
los reciben. Cuando regresan, normalmente siguen trabajando en esos temas, y
difícilmente en aquellos que podrían ser útiles al país. Exactamente lo
contrario de lo que hizo, por ejemplo, Brasil a comienzos de los años 2000.
No es honesto intelectualmente atribuir todas estas
dificultades a la devaluación operada por el nuevo gobierno. Esto profundizó
algunas cuestiones, pero todas las dificultades son de larga data. Así como si
decimos que no hay pobres (o que hay menos que en Alemania) resulta imposible
luchar contra la pobreza, si pensamos que tenemos una ciencia maravillosa (aun
si tenemos excelentes científicos) que genera conocimiento útil para nuestra
sociedad, no vamos a superar la preocupante situación actual.
Especialista en Sociología política e historia de la ciencia. Investigador principal del
Conicet.
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